LA ROTURA DEL SUJETO. ACERCA DE LA TRAGEDIA

“Lo trágico!, sin distinguir por ahora entre su uso primero, en el arte, en el teatro y luego en la literatura, y su aparición, por imitación, en la vida cotidiana cuando se habla de “una tragedia”, es inseparable de la rotura, implica una rotura. No puede uno pensar que una vida, por ejemplo, es trágica. Una vida es, tal vez, desgraciada, triste, pero para que haya algo trágico tiene que haber un suceso rompedor. Sin esto no hay tragedia: ni en el teatro, ni en la vida cotidiana. Romper es como esa cosa maravillosa que sucede todos los días, que es que por ejemplo el agua rompe a hervir en un momento; o lo mismo, se queda congelada, en un momento; o resulta que los cristales de sal tienen aristas, donde, en la continuidad de la cara, se produce una rotura que hace saltar a otra cara. “Catástrofe” es un término teatral que hace muchos años el profesor René Thom utilizó para una teoría y una formulación matemática a propósito de estas discontinuidades, de estas roturas de la continuidad. Es, pues, la rotura, la catástrofe, la vuelta repentina del revés (que es lo que katastrophé quiere decir), necesaria para entender esto de lo trágico. Hay un momento que, como veremos, es el momento de la verdad: un momento de revelación. Por tanto, en un sentido preciso, un momento de crisis, no olvidando que esto de crisis quiere decir en primer lugar juicio, y decisión del juicio. Esto respecto al término “rotura” del título de mi intervención. 

 El otro término es de naturaleza muy distinta. “Romper” y “rotura” pertenecen al lenguaje corriente y popular, al lenguaje de verdad, pero “sujeto” nos viene de arriba. “Sujeto”, ni en su uso gramatical, ni en el lenguaje de la Filosofía ni en el Psicoanálisis domesticado, es decir, convertido a su vez en Filosofía o Ciencia (que da lo mismo decir lo uno que lo otro), dice algo claro. Es más bien una confusión, un lío, un amontonamiento de cosas que no tenían que haberse amontonado, un cúmulo de contradicciones. A lo mejor donde está más claro el término es en su uso político (que en español no se usa mucho, pero sí en otras lenguas): “sujeto” como equivalente de “súbdito”. Esto por lo menos es relativamente claro. Un sujeto, como un súbdito, es uno de los que forman una población sometida a un poder. Un poco más claro que en los otros usos desde luego está.

 Pero el terminacho este, que viene de la Cultura, que viene de arriba, ha tenido mucho éxito en español. La gente lo emplea, y esto ya es otra cosa. Y conviene que os fijéis un momento en cómo lo emplea la gente. Sabéis lo que quiere decir cuando uno oye por la calle “un sujeto”: pues eso es lo que de verdad quiere decir en la lengua verdadera. Así es como la gente lo ha adoptado y en ese sentido lo usa. Es decir que está claro que un sujeto es un mal sujeto. Así es como se usa. Pero todos somos unos malos sujetos, cada uno de nosotros y todos en conjunto, en el sentido que voy a intentar aclarar ahora.

 Por lo pronto, si todos somos unos malos sujetos, cualquier consideración moral no tiene sentido, y no hace más que estorbar, lo mismo en el estudio del teatro, la práctica del teatro, que en el estudio y práctica de la vida corriente. Eso de haber malos y buenos no sucede en la tragedia: eso sucede en las películas del Oeste, en los peliculones sentimentales, en toda literatura degenerada, que es la inmensa mayoría de la literatura de nuestro mundo, que es precisamente la traición y muerte de, por ejemplo, el teatro o la épica. Con motivo de los prolegómenos de mi versión de la Ilíada, tuve que hacer costar no hace mucho cómo en la Ilíada (que no es una tragedia, porque todavía no se había inventado el teatro, pero que tiene toda la estructura de un drama trágico) todos son malos. No hay ningún héroe en el sentido en que la cosa después empieza a asomar y a envenenarlo todo. Lo hay ya en cierto sentido en la Odisea, donde puede pensarse que Ulises es un bueno, un héroe en el sentido en que se dice eso, pero en la Ilíada no. En la Ilíada, como en cada una de las tragedias bien hechas que después se han producido, no hay nadie bueno. No hay ningún lugar para la moral, para el juicio en este sentido perverso y bajo que es el del juicio moral. Todos somos unos malos sujetos. Y en el teatro, cuando está bien hecho, eso se nos tiene que mostrar claro, y, si no, es que se está contribuyendo al embrollo por distinción, que distingue precisamente entre malos y buenos, y que da lugar a la justificación y a la administración de la Justicia y a todos los demás horrores que conocéis igual que yo.

 Somos unos malos sujetos en el sentido en que estamos mal hechos. Lo que sucede es que el llamado sujeto, si lo comparáis con eso que, con la domesticación del Psicoanálisis sobre todo, pero ya desde los filósofos anteriores, ha dado en llamarse “el yo”, para no decir “el alma” como se decía en otros tiempos (el yo, lejos de ser yo, es lo contrario de mí: el yo es la sustantivación de mí. Yo no soy “el yo”), el sujeto, el yo, el alma, está precisamente roto, mal costituido en ese sentido. Esto es el descubrimiento precisamente del Psicoanálisis (disolución del alma, como la palabra dice de por sí), antes de que se domesticara y se integrara, dedicado a la disolución del alma, es decir, al descubrimiento de que uno no era uno en verdad. Uno está roto: uno era uno y otro, uno y otros, y estaba en una perpetua contradicción consigo mismo. Antes del Psicoanálisis otras voces ya nos habían venido sugiriendo esto. Por ejemplo la de Sócrates en la medida en que nos llega: “Nadie hace mal creyendo que hace mal”. Por el contrario, cada uno hace lo que hace convencido de que es lo mejor que puede hacer. Y Cristo en la cruz: “No saben lo que hacen”. Se puede decir que Freud y la obra del Psicoanálisis primera es una elaboración de ese descubrimiento: uno que cree que sabe lo que hace en verdad no sabe lo que hace. Si no os colocáis ahí, no vais a entender nada de lo que quiere decir “trágico”, en el sentido en que lo estoy presentando, como ligado con la ruptura del sujeto.

 Uno no es uno; uno está mal hecho; uno está roto. Pero esa rotura está tapada, porque cada uno está obligado a creer que sí es uno, el que dice su Documento de Identidad, a identificarse consigo mismo. Ésta es la orden del Señor, la orden del Dinero, la orden de toda la organización social. Uno tiene que ser uno, de forma que su rotura está necesariamente tapada, en la situación normal y querida por el Poder. La rotura consiste, en el teatro y fuera del teatro, en que viene algo, sucede algo, y destapa, revela la rotura o contradicción que hay en uno, que uno no era uno, que eso era mentira. A eso es a lo que aludía antes con lo de que llega el momento de la verdad, el momento de la catástrofe. Algo viene a destapar la creencia normal necesaria de que uno es uno.

Qué es lo que lo hace, qué es lo que viene a producir esto, en el teatro y fuera del teatro, tiene para mí una importancia segunda. Puede llamarse de muchas maneras. Se le puede llamar, como a veces se hace, “destino”. Y “destino” es una cosa que, si se identifica con “el futuro”, ese futuro con el que el Poder reduce nuestras vidas a tiempo, no puede hacer nada: un Tiempo ya establecido es inerte. Si se le identifica con “azar” es simplemente desconocimiento. ¿O preferís que lo que lo produce sea la propia conciencia? Hay para elegir.

 Voy a recordaros algunos de los ejemplos de las buenas tragedias antiguas, de las bien hechas. Por ejemplo, se diría que, efectivamente, el destino (hay hasta oráculos) es el que produce la catástrofe o rotura en el caso de Edipo. Como le canta el coro, “el tiempo te ha descubierto”. “Destino” ahi no quiere decir más que el tiempo, pero sobre qué es eso del tiempo volveremos después todavía, porque sólo de una manera muy aparente está clara la formulación. ¿Preferís que sea la propia conciencia del sujeto la que lleva a producir la catástrofe? A veces funciona de esa manera. Ahí tenéis por ejemplo a Macbeth y a Lady Macbeth, que a lo largo de los años de tormentos de conciencia acaban por venir al momento de la catástrofe, al momento del descubrimiento fatal. Pueden ser cosas más triviales. Pueden ser, por ejemplo, el mero desprecio de la sociedad. Ahí tenéis al pobre Ayante de Sófocles, después de la guerra de Troya: es una locura la suya que está producida por el desprecio, la falta de aprecio, que los otros seres le han demostrado; y, efectivamente, la locura, cuando no es el asesinato, cuando no es el suicidio, es una de las formas en que la catástrofe, la rotura, se manifiesta.

 Todas son manifestaciones más o menos diferentes de algo fundamental, que es esto a lo que llamo rotura, que al mismo tiempo es catástrofe y crisis. Un posible motor puede ser el mismo desprecio, como en el caso de Fedra, es decir, una mujer que se atreve a sentir y a declarar su sentir para con un muchacho y que queda despreciada. Fedra tampoco puede soportar el desdén del amado dada su condición social. Pero puede darse de muchas otras maneras: ahí tenéis al Agamenón de Esquilo volviendo victorioso de la guerra de Troya. Ha salido indemne de nueve años de guerra, llega a su casa, y, enseguida, va a morir en la paz. De forma que es aquí el salto de la guerra a la paz lo que ha servido como motor para la rotura. Clitemnestra, Egisto o los demás son istrumentos, como son todos los otros istrumentos en la tragedia, pero lo esencial es el momento de la verdad: ahora te vas a enterar de lo que es guerra de verdad: la paz, esta paz en la que has caído. Otro motor puede ser el tiempo, no de la vida, sino el tiempo en un sentido que para nosotros es mucho más familiar: el del progreso de eso que llaman “la Humanidad” y que yo me guardo mucho de saber lo que es. Por ejemplo, en Las Bacantes de Eurípides, Penteo es víctima de eso, es un rey que no sabe cambiar de régimen con la rapidez suficiente, no sabe dar cabida a la nueva religión, a la religión de Dioniso. Eso le cuesta la vida y el descuartizamiento. No ha sabido estar a la altura siquiera de su madre y de las ménades, que han acogido, adelantándose, la nueva religión. Se ha quedado atrás, y eso es otro de los motores que pueden acabar con rotura.

 El caso es que en una buena tragedia lo que mueve la cosa no es ninguna cuestión moral, ninguna cuestión de justicia. Lo que la mueve son cosas como estas de las que os he dado ejemplos, que no tienen nada que ver con eso.

 Ahora tengo que preguntar, dejaros que os preguntéis, por qué estas cosas tenemos que saberlas primero en la ficción, en la escena, en el teatro, y sólo secundariamente en la vida, en nuestras vidas, aunque yo he tratado de confundir hasta aquí bien lo uno con lo otro. Pero es normal que sepamos primero las cosas por literarura, por la ficción, por el teatro o por el cine, y es normal, por tanto, que el término “tragedia” y la noción de “trágico” aparezcan primero en la ficción teatral, y que sólo después se trasladen a la vida corriente, a la llamada realidad, para reconocer, por analogía, por imitación, también en la realidad (que nunca está igual de bien costruida que una obra de teatro) esa incisión del momento de verdad que rompe el tiempo y que descubre su mentira y que hace decir: “¡Qué trágico es esto!”.

 Eso es normal, pero además hay motivos especiales para la tragedia para que tengamos primero que reconocerla sobre la escena, en su fórmula teatral. Eso Aristóteles lo dice bien en la Poética: glosándolo, es que tienen que ser personajes grandes, de una estatura por encima de los hombres y mujeres reales. Esta condición del personaje trágico que ya apuntaba Aristóteles es fundamental, y muchas veces se deja pasar desapercibida. Tienen que ser grandes, reyes, preferiblemente un rey, porque el rey es una representación y al mismo tiempo una burla del caso del sujeto particular. Cada uno tiene que creerse que es rey, desde el momento en que se cree y le hacen creer que él rige sus acciones, que sabe lo que hace, como se supone que le pasa a un rey. Entonces cada uno es rey, y, por tanto, los personajes trágicos tienen que tener esa condición, que, como digo, al mismo tiempo que representa la condición de cada uno, hace burla de ella por el propio mecanismo de la tragedia. A propósito de esto hay un fragmento del libro de Heraclito, Razón Común, donde dice que los que tienen mayores parte, cargos, son los que tienen mayores muertes. A mayores cargos, a mayores suertes, corresponden mayores muertes. Y esto se puede usar como glosa de lo que estoy diciendo respecto a los héroes de la tragedia.

 Efectivamente, la suerte que ellos representan es la suerte de cada quisque: nadie se escapa de entre los individuos que están en el público. Pero la presenta así, como se debe, en grande, porque mayor suerte quiere decir mayor muerte también, y aunque desde luego la muerte es la muerte, conviene que se distingan de momento muertes mayores, muertes más graves y más notables para que el público entienda un poco mejor qué quiere decir eso de su muerte, que se cree que sabe lo que es, pero que no lo sabe por lo mal hecho que él está. Así se entiende la participación del público en una tragedia teatral bien hecha. Así es como san Agustín todavía, cuando ya apenas en los teatros romanos se representaba teatro en el sentido propio, nos cuenta en sus Confesiones que lloraba con las suertes, las muertes, las pasiones de los héroes del teatro, y se reprocha ante Dios haberse dejado llevar por este encantamiento del teatro, de la tragedia tal como él la conocía.

 Espero que ahora se vaya entendiendo un poco mejor qué es eso del proceso de descubrimiento, de revelación, el momento de la verdad en que la tragedia consiste. Es el momento en que se puede tal vez aplicar un verso de Lucrecio que, según una conjetura que en mi edición he hecho, a los comienzos del libro tercero del De Rerum Natura, tendría que decir: “[…] eripitur persona ibi ab ore”: “Se arranca la máscara allí de la cara”, “Allí, en aquel momento, se arranca de la cara la máscara”. Emplea la palabra “persona”, que, como todo el mundo sabe, es de origen teatral y que sólo por imitación y analogía, como el propio nombre de lo trágico, ha pasado después a emplearse para los seres de esto que llamamos realidad. Es como si el momento de revelación consistiera en esto: se arranca la máscara, queda la cara. Pero resulta que la máscara es la persona, es decir, la máscara es uno mismo en la medida que está bien hecho. ¿Qué es lo que queda cuando a la persona se le arranca la persona? Porque de nada menos que de eso se trata. Todavía el actor (no el personaje) sobre la escena puede tener un arranque y quitarse la máscara, como pretendiendo que, si el personaje era falso, al quitarse la máscara, queda debajo él, el actor, que es de la misma carnaza que las personas del público, y que ése es verdadero. Pero si bajamos de la escena y aplicamos el procedimiento, ¿qué es lo que queda cuando a la persona se le arranca la persona?

 No os voy a contestar a esa pregunta, pero, desde luego, ésa es una descripción del momento de revelación en que coloco lo trágico. Por sus pasos, por su proceso, por los que la tragedia y la vida tienen que llevar, se llega al descubrimiento. En el caso de Edipo, que es una tragedia (la de Sófocles) muy bien hecha precisamente por eso, porque es una tragedia de descubrimiento, de investigación, el protagonista, Edipo, por sus pasos llega a descubrir que, primero, era el que no es. Esto es ya mucha rotura de la persona. Después, que, por tanto, no es el que es, no es el que él creía hasta ese momento que era. Y, como incapaz de ver esto (de verlo, propiamente ciega el alma), se arranca los ojos. Esto es un momento de descubrimiento. Tenéis a comienzos del acto quinto del Macbeth a Lady Macbeth en su sueño insomne mirándose las manos ensangrentadas. Se está mirando las manos: ¿dónde está su persona?, y ¿a quién pertenecen las manos ensangrentadas, que ella ve ensangrentadas, pero que, desde luego, no pueden ser de ella? Ahí tenéis cómo la persona, también en este caso, se ha desgarrado: ha descubierto que no era una. Estas manos, desde el momento que las miro, ya no pueden ser propiamente mis manos. Las mira como no suyas, y es el momento en que estamos llegando a la catástrofe del Macbeth, el momento de la tragedia.

 Como consecuencia de estos descubrimientos, a veces, en la tragedia, pero no de una manera predilecta, el personaje se mata, no sólo se ciega como Edipo. Esto, por ejemplo, en la tragedia de Sófocles lo hace Yocasta, sólo que fuera de la escena, no al descubierto. Deja que el mensajero lo cuente. Se mata. El suicidio, que, como digo, no es muy frecuente en momentos de catástrofe trágicos, parece que es también la manifestación de esa imposibilidad de reconocer de repente que uno no es uno, que la persona real con la que contaba era mentira, era una persona falsa. Puede que efectivamente, como en ese caso, el suicidio aparezca, pero aparece de otras muchas maneras. En el caso de Medea, por ejemplo, la incidencia de la catástrofe consiste en algo tan trivial como el descubrimiento de la infidelidad. Una mujer, aunque sea una reina, y además una maga, obedece a la ley de las mujeres normales de la sociedad: tiene una entidad segunda, como el Señor lo ha mandado, que depende de la entidad de un primero al que está pegada, de manera que, si el primero falla, falla igualmente la propia entidad del sujeto de una. En ese caso, como sabéis, no hay suicidio, hay un asesinato, un asesinato múltiple, una manera de hacer daño a Jasón a través de los hijos, pero es igual. Cuál sea la reacción nos importa menos. Lo que quiero es señalar las diferentes maneras en que la catástrofe, el descubrimiento, puede manifestarse. Lo esencial es el descubrimiento de la falsedad de la realidad de la persona de uno mismo.

 Esto tiene que ver con el tiempo, al que ya aludí al recordar las palabras del coro a Edipo: “El tiempo te ha descubierto”. “Tiempo”, en griego, a diferencia de las lenguas europeas, se decía todavía de dos maneras distintas e incompatibles. Una era aión, que es más o menos lo que en latín dice aeuom, de donde se deriva “evo”, “eternidad”, o sea el tiempo todo (el tiempo, desde luego, sometido a unos límites; porque, si hay todo, hay límites), un tiempo en el que no pasa nada, puesto que todo está pasado. Y frente a eso está khrónos, que es un tiempo más bien del baile, de la danza, del ritmo, un tiempo de la sucesión de momentos. El progreso ha hecho que todas las lenguas europeas hayan tenido que confundir los dos tiempos, puesto que todas no tienen ya más que una palabra con la que hablan de lo uno y hablan de lo otro, lo cual garantiza una confusión tremebunda, que abarca desde el filósofo hasta el vulgo y que todos habréis sufrido lo bastante bien.

 Si tratamos de cavar en lo que el coro le dice a Edipo, tenemos que entender que el Tiempo ha descubierto su propia falsedad. Su propia contradicción, que he tratado de poner de relieve con el juego de las palabras, y, por tanto, su propia falsedad. La falsedad de Edipo y la catástrofe de Edipo es inseparable de la falsedad del Tiempo y de la falsedad del descubrimiento del tiempo, porque la falsía de que uno es uno está fundada en la fe en el Tiempo, y, por tanto, el descubrimiento de que no era verdad eso que yo creía del mundo, del tiempo, del dinero, la realidad, está implicado y al mismo tiempo implica el descubrimiento de que yo no era el que creía, de que yo no era uno, de que yo era más bien un lío, una contradicción, una guerra conmigo mismo. Lo uno va con lo otro.

 Tengo que recordar a este propósito una costumbre muy absurda que los áticos tomaron para la representación de sus tragedias, que es que en muchas de ellas, tal como se nos han conservado, al final, aparece una moraleja. Esto, desde luego, no pertenece de ninguna manera a la estructura primordial de la tragedia, pero aparece. Son moralejas en las que el coro viene a decir de diferentes maneras lo que se dice en nuestro refrán: “Ya habéis visto lo que ha pasado. Hasta el fin, nadie es dichoso”. Fijaos en el absurdo, la manera en que aquí se ha traído la muerte como una especie de solución, también en nuestro refrán. Es decir que dichoso es el que se ha pasado toda su vida hasta el momento de la muerte sin descubrir nada de su falsedad: eso es lo que viene a decir la moraleja añadida a las tragedias antiguas, de manera que resulta que “felicidad” (o cualquiera de los términos con que se dice en esas moralejas) consiste en una necedad, en un no-descubrimiento, en que no se haya producido a lo largo de la vida de uno computada como tiempo ninguna catástrofe, ningún descubrimiento. Como si la muerte misma, que se coloca al final, no fuera el origen mismo de todas las catástrofes y de todos los descubrimientos. Como si hubiera que contar con ella como una especie de redentora o guardadora de la felicidad en lugar de como productora de todas las catástrofes que se puedan producir o no a lo largo de la vida.

 Volvamos, para acercarnos al final, al Psicoanálisis, es decir, a la práctica de la disolución del alma. Volvemos, dejando ya atrás literaturas y filosofías. Uno está roto. Roto en un sentido muy elemental, por lo pronto, porque uno por un lado es real, tiene su entidad real, uno es el que dice su nombre propio. ¿Cómo no voy a ser yo don Agustín García si me han puesto ese nombre, si está en mi Documento de Identidad? A la fuerza. Ésa es una necesidad. Por otra parte, yo no soy ése. Ésta es una fórmula que descubrí el año pasado y que me viene sin duda de un recuerdo de cuando era niño antes de haber quedado convencido por los adultos de que tenía que ser el que es. Imagino el momento en que los mayores llevan al niño, con ese traidor amor de los adultos y de las familias, delante del espejo bien arregladito, con su trajecito nuevo y le dicen: “Mira, Tinín: ése eres tú”, y en ese momento se queda delante del espejo y todavía dice eso: “Pero ése no soy yo”.

 Esto tenéis que enlazarlo con lo que antes a propósito del verso de Lucrecio os dije: ¿Qué le queda a la persona cuando se le arranca la persona, cuando se le arranca la máscara? Ahí está la contradicción fundamental: uno es real, se sabe quién es, él sabe quién es, los demás saben quién es; uno es rey de sus acciones, de la manera más neta en la Democracia desarrollada, puesto que el Régimen está fundado en la fe de que cada uno sabe qué quiere, qué vota, etc., de manera que uno es rey de su voluntad, de sus facultades superiores. Y, al mismo tiempo, es evidente que hay algo más, que ése no soy yo, que eso tiene efectivamente la condición de persona, de máscara. Y esto nos queda a pesar de que ya nos hayamos dejado hacer muy adultos, nos queda siempre latiendo por lo bajo el sentimiento, que es razón, de que yo no soy ése. Eso será todo lo real que se quiera, pero no es verdad. Yo estoy siempre más allá, me escapo, estoy en otro sitio, me escurro. Este “yo”, evidentemente, no es un Yo personal, porque personal quiere decir de la persona, de la máscara, por tanto del Yo real. Este otro que se niega a ser el Yo real evidentemente no es personal. Tal como la lengua, la bendita lengua que no es de nadie, no las jergas de los científicos, filósofos, periodistas, políticos y demás, sino la lengua de verdad, nos lo demuestra, porque todas las lenguas de Babel no pueden menos de tener en su centro una palabra que dice “yo”, y esta palabra que dice “yo” funciona sin distinción ninguna de clases ni sexos. “Yo” es literalmente cualquiera. Del mismo modo que el lenguaje verdadero es también de cualquiera, aunque reina la pretensión de que es de uno, y no aparece en la realidad el lenguaje común, sino los idiomas. Esa contradicción entre “idiomas” y “lengua verdadera” es la misma que entre mí y mi Yo. La tragedia sobre la escena, y luego por imitación delante de la escena, consiste en que esa contradicción que está normalmente oculta, tapada, por alguna de las circustancias, de las incidencias más o menos tremebundas a que antes he aludido, produce el descubrimiento: deja al descubierto la rotura; y eso es el verdadero momento de la tragedia. Podemos decir: “La realidad es falsa”, por supuesto, costitutivamente falsa. Pero no está nunca bien hecha del todo. La de uno mismo tampoco. Es costitutivamente falsa, pero por otro lado nunca acabo de estar hecho del todo, nunca acabo de ser el que soy. Entonces podemos decir que en el momento trágico la verdad incide sobre la realidad, aprovechando justamente sus roturas, sus resquebrajaduras. Es el momento en que la verdad hiere en, incide sobre la realidad. Es lo que creo que podemos considerar como la virtud de la tragedia.

 La realidad está presentada, tiene que presentarse, a lo largo de la hora y media que dure la tragedia o la trilogía, en grande, la fe de uno en sí mismo, por ejemplo, en forma de hybris, sobre lo que se ha hecho mucha literatura. Hybris quiere decir el creerse uno mismo de una manera extraordinaria. Cada uno se cree, pero hay algunos que lo hacen desmesuradamente. Entonces hay que poner el caso de la hybris, la presencia del Poder, de la identidad de la Persona con el Poder (antes hablábamos de la figura del rey), tiene que presentarse, ir presentándose poco a poco, la equivocación, la falsía de la realidad.

 En definitiva, tiene que aparecer sobre todo la culpa, porque, sin culpa, ¿quién soy yo, real? Culpa, ¿de qué? Se puede decir, como en La vida es sueño, aunque con bastante torpeza: culpa de haber nacido. No es la culpa de haber nacido, sino propiamente la culpa de ser el que uno es. La culpa de ser quien es. Eso de nacer ¿qué tendrá que ver con nosotros? De eso no sabemos nada. Son cosas que nos pasan. Pero, en cambio, el ser uno el que es, eso sí que nos toca, y eso es la culpa. Es la culpa de ser el que uno es, es decir, el que en verdad no es. Es la culpa de la realidad, y, como comprendéis, sobre la escena puede presentarse la culpa, pero en la verdad la culpa queda, con todo el resto de la realidad, eliminada, porque se trata del descubrimiento de la verdad. La culpa sólo era necesaria para el establecimiento de la realidad, para tapar la verdadera rotura que había por debajo de todo eso. Por debajo de todo eso, en el teatro y en la vida corriente, sigue fluyendo el tiempo que no es el Tiempo, el tiempo que no se sabe lo que es. Sigue fluyendo el sinfín, que puede uno llamar tranquilamente la verdad, una vez que (espero que lo bastante radicalmente) se ha separado la verdad de la realidad. Por debajo de todo el Tiempo real, de los calendarios, de las horas y todo eso, sigue fluyendo de verdad el que no se sabe qué es. La verdad sigue fluyendo, dispuesta a aflorar en el momento de la verdad.

 Hay en la tragedia, pues, una revelación: por eso es por lo que una tragedia bien hecha da alegría. Prefiero (en vez de todo lo que se ha dicho desde Aristóteles de la kátharsis y cosas de ésas para hablar de los efectos de la tragedia sobre el público) decir que una tragedia bien hecha es una alegría, y relaciono esta alegría con lo del momento de revelación.

 Ha de contraponerse, para que no surja el engaño, sobre todo con la compasión, la conmiseración que el Régimen os dicta y a la que obedecéis, porque ¿quiénes de nosotros, como seres reales, no somos seres más o menos compasivos, solidarios con los prójimos? Tenéis que separar completamente el sentimiento trágico de toda esa laya de sentimientos reales y bastardos que son la compasión, la conmiseración, la solidaridad y demás. Con los héroes de la tragedia no hay ni compasión ni conmiseración. No caben, si la tragedia está bien hecha. Hay compasión, conmiseración de los héroes literarios, de los héroes de las malas tragedias, de los héroes de las novelas malas, de los héroes de los peliculones televisivos que hacen llorar a las señoras. Ahí lo que está funcionando es, efectivamente, una especie de conmiseración, este sentimiento que trato de separar completamente de lo otro. No hay diferencia entre la conmiseración respecto a las víctimas de las desgracias del teatro y la conmiseración que las mismas señoras, o señores, delante del televisor pueden sentir por las víctimas de tales guerritas por las márgenes del Desarrollo, o de tales hambrunas, de tales pestes, o cualesquiera que la televisión os quiera poner delante de las narices para convenceros día tras día de que la realidad es la realidad y se acabó. Ya sabéis. Para con todas esas víctimas lo mismo que con los héroes de la tragedia mala, lo que se da no es más que eso: conmiseración, compasión, solidaridad. Y eso es triste y aburrido. Pero hay una verdad que deja al descubierto la rotura, la herida, en una tragedia bien hecha, y la verdad es alegre, es una alegría, a diferencia de todas las diversiones y de todos los falsos placeres vendidos como placeres con que os entretienen la vida cada día.

 La realidad es falsa, triste, aburrida, pero, en cambio, es alegre el descubrimiento de su falsedad. Esto es lo mejor que de la realidad puede decirse: que, aburrida y triste como es, sin embargo, por su propia imperfección,se presta a la alegría del descubrimiento de su falsedad. No os voy a decir quién es el que se alegra en ese momento, o quién es el que al mismo tiempo llora, porque en estos raptos de alegría de la verdadera tragedia muchas veces hay una alegría con lágrimas en los ojos. Ahí se han anulado las divisiones habituales de los sentimientos. No os diré, pues, quién es el que se alegra, el que llora al mismo tiempo, pero desde luego lo que podría asegurar es que no es el Yo, que no soy yo en cuanto ser real, sino que tiene que ser alguien que no conocemos: tiene que ser yo, es decir, el desconocido. Yo, que es cualquiera, y que, por tanto, no se sabe quién es. Eso que entre el público de la tragedia hay, que está ahí todavía de verdaderamente comunitario: común, comunitario, como es común y comunitario yo, que no soy nadie, que es cualquiera.

 Si alguien en el público se alegra y hasta llora al mismo tiempo, en lugar de ser las personas reales, es yo, el común, el desconocido.

Trascripción de la conferencia que tuvo lugar en el Congreso de Jóvenes Filósofos, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el 8 de abril de 1999.

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Lo que puede el pueblo

 

Juan Bonilla, en un excelente intento, nos introduce a qué es eso de que se habla cuando se habla de Pueblo.

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Del hablar insurrecto y la rebelión de las lenguas.

En cuestiones de lenguaje no voy a hacer aquí más que salir al paso de dos o tres errores de los que me parecen más divulgados. El primero se refiere a la relación del lenguaje con eso a lo que se llama Cultura: veo una tendencia a incluir de alguna manera la lengua como una parte del aparato cultural; es por tanto preciso insistir en que la relación no puede entenderse así.

La Cultura (en el sentido más amplio que incluiría cosas como las modas del vestido y hasta la agricultura) es algo, por decirlo primero cuantitativamente y con algo de metáfora, enormemente más superficial que la lengua; esta superficialidad implica que los hechos culturales son hasta cierto punto asequibles a la conciencia y a la voluntad de los pueblos y a sus dirigentes. Se puede, por disposiciones de lo alto o por renovación de convenio, alterar el estilo de las instituciones culturales, suprimirlas, sustituirlas, pero la lengua es, en lo esencial, inasequible a la conciencia y voluntad de sus usuarios. Ninguna disposición de arriba, ningún esfuerzo individual o colectivo, ninguna revolución puede hacer prácticamente nada en punto a cambiar el aparato gramatical de una lengua. Sólo las áreas más superficiales del lenguaje y especialmente la más superficial, la del vocabulario, puede padecer una cierta fuerza por obra del ingenio de un poeta, de la pedantería de un dictado académico o de la imposición de un Gobierno o de una Empresa comercial.

Hay otros modos de insistir en la diferencia de la situación de lengua y Cultura, por ejemplo, bien vemos hoy día que una Cultura prácticamente la misma, la que se llama occidental, puede imponerse y extenderse por una multitud de países sin que ello comprometa para nada la estructura de cada lengua diferente, salvo en cuanto a la participación en un cierto vocabulario y especialmente en una trama de nombres propios que son cosas que apenas atañen a la entraña del aparato de la lengua. Ésta no es ni siquiera objeto de consciencia por parte de los hablantes (está sumida en una zona que podemos llamar subconsciencia técnica) y por tanto no se presta a las manipulaciones ni a los actos de importación que a cada paso sufren las instituciones culturales.

Podrá objetarse a esto que hemos sido testigos de cómo una cierta voluntad colectiva y hasta políticamente organizada ha sido capaz de, por ejemplo, extender el latín por el Imperio o, en nuestros días, convertir en lengua hablada nacional una lengua escrita o muerta, el hebreo, o volver a imponer en áreas considerables de la población una lengua en vías de desaparición, el vasco.

Esto toca a otro de los puntos o errores de que quería hablar, a saber: que esa lengua recluida en la subconsciencia, inasequible a la voluntad, de la que hablaba, se refiere propiamente a las lenguas «naturales», es decir, no escritas y máximamente alejadas de una organización estatal. De las lenguas puede bien decirse que son del pueblo o de la gente, que es una manera de decir que no son de nadie y, consecuentemente, no aparecen nunca ni unificadas —sino mudando según se pasa de uno a otro valle—, ni limitadas a un territorio de fronteras definidas.

Pero luego están las lenguas oficiales, cuyo ejemplo más perfecto son las lenguas de los Estados nacionales; éstas, fundadas siempre sobre una lengua escrita (lo cual implica ya consciente de sí misma), pueden llegar hasta cierto punto a manipularse por obra de dirigentes académicos u organizaciones políticas y, por lo tanto, a unificarse en territorios más o menos vastos y de fronteras definidas, a fijarse, es decir, pretenderse eternas y de hecho retardar su evolución y, sobre todo y para ello, a imponerse desde arriba sobre la gente, ya convertida en Población, por medio de la Escuela, de la Academia y de una Cultura literaria establecida como clásica o modelo de lenguaje. Así que si antes las lenguas no eran de nadie, en cambio, estas lenguas oficiales, pueden con justicia decirse que pertenecen a la Institución Política, al Estado del que ellas vienen a ser el principal fundamento de unidad y permanencia; y es a este propósito revelador ver cómo la empresa de fundación de nuevos Estados no puede por menos de reproducir los procedimientos de los más viejos en cuanto a convertir una maraña de lenguas populares y mudables en una Lengua oficial única para todo el territorio, fija y sujeta a un modelo escolar y literario y sometida a los actos voluntarios, morales y políticos como siendo ya no ía lengua que se habla, sino la que se debe hablar. Ya sé que todo esto requeriría más explicaciones, pero no hay sitio hoy para tanto y voy a terminar más bien refiriéndome a otro punto que me parece también un punto de confusión frecuente, que es que hasta aquí he venido hablando de lengua y de las lenguas sin distinguir, como ya desde Saussure está mandado, entre el sistema o aparato de la lengua y el acto de producción en el discurso o la conversación de cada instante; hay que hacer notar ahora que no sólo hay una diferencia entre lo uno y lo otro (la diferencia entre lo estático y lo temporal), sino que puede hablarse de una contradicción entre ambas cosas.

De un lado, por ejemplo, el sistema de la lengua, lo depositado en la subconsciencia de los hablantes, es la instancia fundamental para el establecimiento y consolidación de los conceptos, de las ideas recibidas, de las ideas fijas, pero del otro, la práctica del lenguaje, aunque muchas veces se presente como destinada a confirmar ese establecimiento —cuando se habla para demostrar la razón de ser de una idea previa o cuando se habla para llegar a una conclusión—, sin embargo nos encontramos cada día con que esa producción lingüística de la conversación o del discurso también está haciendo la obra contraria de poner en tela de juicio, volver menos preciso y más dudoso, lo que antes parecía claro y fijo y así, hablando, muchas veces se desmoronan las ideas.

De aquí se desprende —si queréis— una cierta advertencia táctica que es que generalmente los militantes (al igual en esto que los hombres de Empresa y de Estado) se muestran angustiados por la separación entre la teoría (meras palabras que dicen ellos) y aquello a lo que llaman hasta praxis los teóricos de la praxis y, en consecuencia, exigen y se exigen que si se habla sea para llegar a conclusiones determinadas que, a su vez, se conviertan en acción. Pero si este proceso es bueno para las Empresas y las Estados no puede ser bueno para los que están en contra. A ellos desearía recordarles que las conclusiones, los conceptos, las ideas fijas son la muerte de la acción de las palabras, y que las palabras cuando se están produciendo temporalmente son también acción.

Puede que sea muy desconsolador no poder estar cierto de antemano de cuál es el destino al que esa práctica lingüística vaya a conducir, pero esa incertidumbre es probablemente aquella a la que están condenados los rebeldes, las gentes que no son nadie, y al mismo tiempo es la fuente de alguna confianza en que lo que produzca la acción de la lengua y las demás acciones no sea lo que ya estaba escrito.

https://noticiasdeabajo.wordpress.com/2016/09/29/del-hablar-insurrecto-y-la-rebelion-de-las-lenguas/

 

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Comuna Antinacionalista Zamorana

[…] la Comuna Antinacionalista Zamorana fue un vago círculo de gente más bien joven que se congregaba, desde los últimos meses de 1969, en algunas tabernas de París en torno a Agustín García Calvo, catedrático de Latín destituido por el régimen franquista por su apoyo a la rebelión estudiantil madrileña de febrero de 1965; desde junio de 1969, vivía exilado en Francia. Venían de las tierras de España (más bien pocos de Zamora); algunos, fugitivos de la policía y las cárceles de la dictadura, tras haber tomado parte en las acciones de protesta de los ácratas de Madrid. Un año y medio había pasado desde el estallido de mayo de 1968; en Francia (como en otras partes) se vivía «la triste reintegración al Orden del bullicio estudiantil que había desconcertado al mundo los años antes, entre violencias desesperadas de las últimas bandas de trosco-maoístas y otros feligreses, y la más potente asimilación del pensamiento rebelde a la pedantería académica y filosofante». […]

Del prólogo de Luis Andrés Bredlow

Comunicado urgente sobre el despilfarro.

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Agustín vuelve a España

Agustín García Calvo

<<Once años alejado de la cátedra y siete fuera de España. Este irónico desterrado que no cree en las patrias, este paradójico maestro que sólo enseña a olvidar de memoria, este
sabio especialista en el no saber, este revolucionario de tendencia presocrática, este
fascinador cuyo imposible designio es ayudarnos a despertar: Agustín García Calvo, de
nuevo en la vieja Facultad de Filosofía, tomando vinos por Princesa —sigue fiel
exclusivamente al blanco— o mirando con suave reprobación de desplazado el lejano perfil
de la sierra. Estuvo a punto de dar sus primeras clases sin que nadie se enterase siquiera de que había vuelto a España. «Ese señor está en París», contestaron en la Secretaría de la
Facultad al alborotado mentor de televisión que llamaba para preguntar por él. Pero no, no estaba en París. Estaba dando tranquilamente clase en su aula, sin recepción oficial ni
contra-oficial, sin más auditorio que sus alumnos de primero, sin haber caído en la trampa
de la arenga, ni en la de la reconvención o el memorial para príncipes. Ha ganado el primer «round» contra la política.

Agustín, que tengo que escribir algo sobre tu vuelta: a ver si me dices qué coño
quieres que ponga. Y Agustín me dice que a ratos está un poco desanimado, un poco
aplastado por la institucional vaciedad académica: «Es tan mala y deprimente como yo
sabia que era…». Y luego, el jaleo ese de España o, como dice la cursilería mentecata de la
oposición, del «Estado español». «Que no vayan a creer que esta desazón al volver a España es algo así como nostalgia del paraíso democrático que bosteza a orillas del Sena, que no vayan a creer que encuentro a España poco ‘progresada’ o algo por el estilo». Poco más o menos, todo lo contrario. Por la vía del desengaño (iba a poner «desencanto», pero desde lo de la familia Trapp no hay quién toque la palabrita), uno puede sentirse ayudado al ser forastero. «Tenía como un doble mecanismo lingüístico —dice Agustín—. Usaba el
español para las discusiones de la «Boule d’Or», para el trato con los amigos; luego le daba
a cierto dispositivo mental y conectaba el francés, para ir a la compra, para dirigirme al
camarero, para todo lo de la vida cotidiana. Esto subrayaba en cierto modo el radical
extrañamiento que nos separa de la vida que nos hacen vivir. Aquí me choca oír hablar
español en las tiendas, en el bar, en la calle: parece como si por ese simple hecho todo
tuviese que afectarnos más y uno tuviese que sentirse más concernido, más solidario con la
miseria vigente». Bueno, las palabras son mías, porque estaba tomándome unos sesos
rebozados y no me apetecía coger apuntes en la servilleta, pero me parece que la sustancia
de lo dicho por Agustín es más o menos esa. Agustín no comía sesos, sino trucha: las
vísceras le están prohibidas por un misterioso tabú cuasi religioso. Quedamos, pues, en
que ser forastero tiene sus ventajas: sobre todo, por lo tocante al circo político. «¡Hay que
ver la de tiempo que está perdiendo la gente dando vueltas a eso! Pero, en fin, tal como
están las cosas habría quizá que intentar desmontar un poco esos tópicos, discutir las
mandangas esas de la democracia que se nos traga…». Hablamos de la comezón por
afiliarse, de la fiebre del carnet. «La gente quiere que la fichen, pero que la fichen para bien, que la ordenen. Cada cual se dice: ¿y yo dónde me meto? Porque en algún lado hay que meterse. La organización lo es todo. No se confía en ninguna de esas cosas más o menos humildes que reúnen acráticamente a las personas: afinidades, simpatías, preferencias o vicios compartidos, ganas de juerga… La obsesión por la organización nace del pesimismo más irremediable, del pesimismo sobre el hombre que tienen los optimistas en política…».
Ya digo que yo no tomaba notas, que hablo de memoria: pero por ahí, por ahí iba la cosa…

Volvimos luego a darle vuelta a la desgracia académica, que es, después de todo, la
que ambos conocemos mejor. A partir de 1968, abiertamente —y desde bastante antes en
proceso larvado—, el gran secreto de la Universidad es que no existe. A los profesores nos
pagan por disimular ante los alumnos tan incómoda desaparición. Ni hay formación
universal que repartir o recibir, ni hay pedagogía más que en el sentido netamente
instrumental de la palabra, ni hay investigación sobre nada que no sea pura repetición de
lo que ya impera, ni siquiera hay puestos de trabajo para el enjambre de ilusos pacientes a
los que nadie se atreve a negar el derecho a recibir una calidad gloriosa —¡universitario!—
que ya nada significa. Fuera del adiestramiento en ciertas técnicas, la cada vez menos
soterrada búsqueda de la especialización que abaratará costes y la doma por diversos
medios —antes más bien palo, ahora más bien zanahoria— de los impulsos menos sumisos
que la gente suele llevar dentro, de la Universidad sólo queda el entretenimiento ritual de
los exámenes y el encauzamiento de tiempo y energía potencialmente peligrosos que por
esa vía se logra. Agustín fue un adelantado en diagnosticar esto, que hoy es ya lugar común
para los más avisados sociólogos de la educación. De todas formas, los progresos del
morbo no por previsibles dejan de ser impresionantes y Agustín me insiste en su frecuente
desánimo ante el papel que a uno le cabe jugar en tal tinglado. No creo que la estereotipada ducha política que riega desde fuera las meninges del sufrido público estudiantil para llenar el vacío que separa la fecha de matrícula del día del examen contribuya precisamente a levantarle el ánimo. Y, sin embargo, es allí donde estamos condenados e debatirnos, en espera de que algún día de la fábrica de lo mismo salga por sorpresa lo Otro…

¿Y Madrid? ¿Cómo has encontrado Madrid? ¿Y Zamora? ¡Ay, Zamora, la Zamora
terrena, que no la celestial Zamora liberada! El pobre Agustín no se me repone de la
impresión que le han causado las «transformaciones urbanísticas» que ha sufrido su
Zamora. «Hay que luchar contra la idea de que todo eso es necesario, los bloques de mil
nichos para ir semimuriendo la vida, los faraónicos hipermercados, todo lo que degrada lo
acogedor, lo que almacena a los hombres sin acercarlos… ¡Nada de eso es necesario,
aunque puede que termine siendo irremediable!». A fin de cuentas, la sumisión a lo
necesario —a la necesaria proclamación de lo necesario— es el rostro mismo del Enemigo,
en urbanismo y en todo lo demás. Se me acaba el papel, Agustín, y todo lo que he puesto
aquí es más o menos negativo, bastante tristón. Ya sabes que la gente suele querer que la
jaleen, que la animen un poco. También esperan eso de ti, no te vayas a creer, a pesar de que bien claro lo dejaste dicho una vez:

«¿Por lo que triunfo y lo que logro, ciego,
me nombras y me amas?: yo me niego,
y en ese espejo no me reconozco.
Yo soy el acto de quebrar la esencia:
yo soy el que no soy. Yo no conozco
más modo de virtud que la impotencia».

En todo caso, bien venido. Y para lo que se te ocurra, para la charla o para la comedia, para
releer a ese viejo griego al que llamaron «el Oscuro» o para el paseo en silencio, ya sabes
dónde nos tienes.>>

AGUSTÍN VUELVE A ESPAÑA
Autor: Fernando Savater

Revista Triunfo
Núm: 725 Año: XXXI
Fecha de publicación: 18-12-1976 Página: 29

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El poder del discurso

ESA FALSIFICACIÓN A LA QUE LLAMAMOS REALIDAD

Conversación con Agustín GARCÍA CALVO

PREGUNTA: Podríamos empezar por la proposición de Heraclito que describe cómo las cosas son y no son al mismo tiempo. Pero no es que primero sean y luego no sean, en una relación temporal, o que en parte sean y en otra parte no, sino que a la vez, al mismo tiempo, son y no son. ¿En qué medida el lenguaje es lo que les hace ser a las cosas y, entonces, lo que se sabe es únicamente lenguaje.

RESPUESTA: Lo que se requiere para no perderse en las confusiones eternas de la filosofía es precisar qué es lo que se entiende como ser, como ser las cosas lo que son. Tal vez lo mejor es acudir a esos dos implementos que todas las lenguas usan con variantes: uno el de hay y otro el de la cópula es, de manera que se contrapongan netamente frases como «hay rosas» o «hay rosas en el jardín» o «hay ahora rosas», y una frase como son rosas o eso son rosas» o «lo que es eso es rosas». El implemento ‘hay’ gracias al índice mostrativo que lleva incorporado nos remite al mundo en que la cosa está diciéndose, en tanto que la cópula ‘es’ no remite a tal mundo en donde se habla sino que establece relación entre partes o elementos del mundo de que se habla. Ahora bien, el mundo en que se habla, adonde apuntan índices como ahí, yo, tu, allá, aquello, esto, es un mundo que carece de cosas nombradas, de significados: es un mundo cuya fuerza consiste simplemente en estar ahí y que tiene que pagar el precio de no ser nada semánticamente definido sino solamente apuntado en el acto de hablar en él. Por el contrario, lo que la cópula introduce es una definición semántica del ser. Se puede decir que entre el haber rosas y el hecho de que sean rosas hay una pugna o contradicción incurable: si son rosas habrán de serlo en sí, eternamente, independientemente del momento en que ello se esté diciendo; en cambio si algo está ahí, se hace sentir por su olor, por sus colores o comoquiera decirse, eso de estar ahí parece que excluye que se le pueda aplicar un término semántico como «rosa» o ningún otro: lo más habría derecho a decir que hay algo, que pasa algo, aquí o allí o donde sea.

Pues bien, lo que se toma como realidad de ordinario, y también en la consideración científica, es una especie de componenda entre esas dos cosas incompatibles o contradictorias: se entiende por cosa real algo que al mismo tiempo lo hay, está ahí y, a la vez, es denominable con un termino semántico, o sea que tiene ser. Así también, de una manera ejemplar -la teología mas avanzada-, Dios tenía que ser el ejemplo supremo de ser, esto es, el totalmente definido y, al mismo tiempo, tenía que estar presente en el mundo en que de El se hablaba, lo cual lo condenaba a la infinitud o indefinición: era así esa componenda de la contradicción como era el ens realisimus; y del mismo modo toda cosa, y entre ellas yo mismo en cuanto real, nos sostenemos sobre la pretensión imposible de, al mismo tiempo, estar aquí y podérsenos señalar con el dedo en un momento y, a la vez, ser cada uno siempre lo que es. Y naturalmente la Realidad en conjunto no es más que la consagración de esa componenda entre el mundo en que se habla y el mundo de que se habla.

P. Cuando utilizas el término «componenda» lo haces entonces en el sentido de compromiso falaz…

R. Muestro la contradicción. No es posible al mismo tiempo que yo sea éste que está aquí en este momento y que, al mismo tiempo, sea quien soy. No es posible y sin embargo esta imposibilidad es lo que me constituye como ser real, lo que me hace pasar como ser real, es decir, no solo uno que dice, sino uno del que se dicen cosas y al que se define. Es un compromiso y simplemente hay una razón, una razón común, el lenguaje mismo que denuncia su obra, que demuestra que este compromiso no es verdadero, es decir que, si se quiere, ese compromiso no sólo es real, sino que es la realidad misma, pero, al mismo tiempo, es no verdadero para la razón.

P. Buena parte de los conocimiento y saberes humanos reposan entonces sobre la ignorancia de esa imposibilidad.

R. Si, se rehuye; la evidencia de esa imposibilidad se rehuye no sólo en la vida práctica, sino en el progreso científico. Esto es evidente. Y apenas cabe concebir una ciencia de la realidad cualquiera si no es gracias a ocultarse esta falacia, esta mentira del compromiso fundamental. Sólo que hay que añadir, respecto al progreso científico, que parece como si fuera la razón -al ir descubriendo en la concepción científica, fallos, fallos que evidentemente son como afloraciones de esa falsedad del fundamento- la que promueve el progreso mismo, la necesidad de una nueva teoría científica que trate de soslayar por lo menos los fallos inmediatos que la razón ha descubierto. Hay una dialéctica un poco complicada, pero clara, entre razón y ciencia, como si la razón estuviera continuamente descubriendo los fallos de la ciencia y, de esta manera, promoviendo su progreso.

P. Has hablado en varias ocasiones de que la ciencia aspira a explicar; mientras que las interrogaciones del lenguaje están encaminadas a dar razón de. Este dar razón sería sobre todo dar razón de esas falsedades para que la ciencia vaya programando su recambio de paradigmas.

R. Más bien eso que he descrito es como un descubrir, descubrir las contradicciones una y otra vez, puesto que la imaginería de la Realidad -científica o no- continuamente se renueva, de modo que la razón siempre tiene trabajo en el descubrimiento de esas falsificaciones. No podría decir ahí del todo que la operación sea dar razón; esta locución de «dar razón de» y también la otra de «dar razón a», «darle razón a alguien», son ambiguas, a lo mejor útilmente ambiguas. El lenguaje es el mismo el que constituye esta falsificación a la que llamamos realidad, puesto que es en el aparato del lenguaje donde al mismo tiempo se dispone de índices deícticos que dicen aquí, yo, me, mi, conmigo, y, al mismo tiempo, se dispone de un vocabulario semántico que trata de definir las cosas como para siempre, como en sí; pero siendo imperfecto siempre el producto de esta operación del lenguaje, esto da lugar a que el lenguaje siga operando en el sentido de descubrir las imperfecciones y, por tanto, la falsificación fundamental de su propia obra. Entonces, en cuanto a dar razón, no es que el lenguaje dé razón del mundo, habría que decir que da razón de él en un sentido contrario a la ciencia, no en el sentido de explicar, allanando las contradicciones y procurando la conformidad de esa imaginería del mundo, sino por el contrario da razón de él en el sentido que se dice también «dar cuenta de algo», que quiere decir deshacerlo, destruirlo, liquidarlo. Pero por otro lado se puede decir que el lenguaje da razón siempre a una sospecha, anterior al lenguaje mismo, que podríamos llamar subracional, y que es la disconformidad y el enloquecimiento de la gente normal que se ve sometida a la aceptación de ese imposible que se llama Realidad. Esto es algo que, no siendo perfecta la creación de la Realidad, nunca se ha podido curar del todo; siempre la gente ha seguido volviéndose loca y desesperándose de mil maneras. Y es entonces cuando se puede decir que la razón da razón a la locura, que el lenguaje da razón a la locura, es decir, pone en claro lo que la locura de por sí no sabe decir, viene a revelar la condición que está en el fondo y de la que a su modo la voz del loco y la voz del desesperado son también voces.

P. La componenda en que consiste pues el discurso científico, la mentira que podríamos decir que lo constituye, sólo es entonces susceptible de análisis en la medida en que tal discurso incorpore el lenguaje coloquial. La progresiva matematización de ese discurso, su cada vez mayor inscripción en un lenguaje autoreferente que, como el lenguaje matemático, no habla de cosas sino de sí mismo, ¿hasta qué punto permite a la ciencia escapar de esa crítica?

R. El lenguaje de la Ciencia, desde siempre, se ha separado del coloquial, al menos en su pretensión o ideal, no ya en cuanto al uso de términos técnicos, o jerga especial, sino en el punto fundamental de la eliminación de los elementos mostrativos: en un lenguaje científico serio no pueden aparecer elementos no sólo como me o te, sino ni siquiera como esto, ahí, hoy, mañana… Es decir, que la Ciencia ha pretendido siempre rehuir en su lenguaje la referencia al mundo en que habla y realizar una construcción de un mundo ideal, del que se habla.

La inserción de la ciencia en los tratos sociales en general es una operación segunda por la cual se sugiere o se impone que esa construcción idea1 corresponde a, explica el mundo o realidad del lenguaje corriente. Pero esa inserción no se da dentro del lenguaje mismo de la ciencia. En cuanto a los progresos últimos del lenguaje científico, por los que la Física -o ciencia por excelencia- ha venido a tener, al menos ideal-mente, un lenguaje matemático, son en efecto un progreso en el mismo sentido: nada más eficaz que el juego de los cuantificadores para sostener en su fijeza y seguridad a los elementos semánticos o significativos. Y aún en el caso de que los números mismos (que, en principio, serían índice de relaciones) se conviertan a su vez en cosas, todo ello no implica que del lenguaje de la ciencia desaparezcan los elementos semánticos: siempre se está hablando de algo determinado. Únicamente esta pretensión de la Física de usar un lenguaje matemático ha obligado al desarrollo de la matemática misma en sentidos que sólo pueden entenderse como serviles respecto a la Física, es decir, destinados a servir para dar cuenta de hechos reales: así, primero el desarrollo de los cálculos infinitesimales como instrumento para racionalizar la continuidad y, últimamente, el desarrollo de la teoría de las catástrofes o de la lógica borrosa, como medio de dar cuenta también, a partir de ello, de las discontinuidades o roturas que la realidad corriente parece presentar. Pero una Física que declara estar dedicada a un juego con sus propios símbolos y relaciones internas, sin pretensión alguna de referirse a nada exterior a su lenguaje, no sería ya una Física sino en todo caso una matemática. No se da tal cosa ni puede darse. Es inherente a la ciencia la pretensión de explicar, dar cuenta de la realidad, aunque esa pretensión no se formule (o incluso se excluya formalmente) dentro del propio lenguaje científico sino en la inserción social de la ciencia: la gente corriente tiene que seguir creyendo que los físicos están tratando del mundo y que saben lo mismo que los simples mortales, sólo que mejor, qué es lo que hay ahí.

P. De todos modos, a lo mejor había que recordar que existen lenguajes más y menos formalizados, y algunos de ellos muy formalizados, es decir, que incluyen la definición precisa de todos sus elementos, las reglas y las condiciones de cohesión y reproducción de esas reglas y donde los referentes coinciden con los significados, es decir, su definición se puede cerrar con perfección, cosa que no ocurre con el lenguaje coloquial, donde hay que recurrir siempre a códigos imperfectos. De este tipo de lenguajes formalizados podrían servir como ejemplo las lógicas duales, donde están todos los elementos y operaciones muy definidas y con ellos parece ser que se puede dar cuenta de bastantes cosas.

R. Hay ciertamente desarrollos precisos de algunos dispositivos que ya están en el lenguaje corriente, como en él están los cuantificadores desarrollados por la matemática, y entre esos dispositivos, notablemente, los metalingüísticos, es decir, aquellos que están dispuestos a convertir partes de la producción lingüística o del aparato lingüístico en objetos a su vez de nuevas formulaciones o términos lingüísticos. Con el desarrollo preciso de estos elementos se puede conseguir un sistema relativamente cerrado, cosa que como dices es ajena a las lenguas llamadas naturales. Al fin y al cabo, una geometría misma como la de Euclides es un intento en ese sentido. Los elementos con los que se juega no están tomados de ningún exterior, sino establecidos por definición dentro del propio lenguaje y, si a su vez son un numero finito, se puede aspirar al desarrollo de un sistema de formulaciones verdaderamente cerrado acerca de esos elementos y sus relaciones. Así también algunas formas de lógica como aquellas a las que aludes, y añadiré por mi parte, como reveladora, la lógica de Montagu y sus seguidores, destinada justamente a dar cuenta de lenguajes naturales, cosa que evidentemente sólo podían pretender mediante una previa limitación convencional del lenguaje natural objeto, por ejemplo, un fragmento de inglés. Pero ello es que, así como las lenguas naturales son, justamente por la región de su vocabulario semántico, abiertas o infinitas, así también la Realidad, obtenida por el compromiso entre ese vocabulario semántico y las referencias deícticas, tiene que resultar abierta, ilimitada y, por tanto, cualquier aparato lingüístico en la medida en que consigue hacerse perfecto, esto es, y riguroso, en la misma medida se vuelve incapaz de dar cuenta de la realidad, es decir, que queda excluido dela condición de aparato lingüístico científicamente útil. O sea, según la formulación de Einstein, que «las formulaciones físicas, en cuanto se refieren a la realidad, no son verdaderas y, en cuanto son verdaderas, no se refieren a la realidad».

P. Los intentos de las gramáticas generativistas o tranformacionales ¿son también baldíos en ese sentido para dar cuenta completamente de los lenguajes naturales?

R. Es preciso distinguir claramente entre una gramática y una ciencia: una cosa es, como en el caso del artilugio de Montagu, tratar un fragmento de lengua como un objeto real del que dar cuenta y otra cosa es una operación gramatical, que no es científica, que no trata de la lengua como una Realidad, sino que intenta simplemente descubrir lo que todo el mundo sabe acerca de la lengua que habla sin darse cuenta de que lo sabe. La gramática generativista o transformacional era una gramática (no importa que sus promotores cayeran en el error de proclamar la gramática como ciencia por presión del prestigio de lo científico) y, por otra parte, su aparato no era notablemente más riguroso que el de las otras gramáticas tradicionales de las cuales, por el contrario, los generativistas conservaban demasiado, con la fe por ejemplo en cosas como «verbo» o «sujeto» como elementos necesarios de cualquier lengua, pero en todo caso no se trata ahí de explicar la realidad del lenguaje (eso sería función de una teoría de len guajes más o menos separada de una teoría de gramáticas) sino de descubrir, como cualquier Gramática, lo que hay en la gramática de los hablantes de la lengua; primero de una lengua determinada, de un idioma y, a partir de ahí, de la lengua general o rasgos comunes a la gramática de cualquier lengua.

P. La Realidad está constituida por un compromiso imposible -como dices- entre la parte semántica y la parte deíctica que señala, pero no nombra, ¿cómo se verifica eso en algunos ejemplos de lenguaje, verbigracia en el discurso jurídico o en el histórico?

R. El caso del lenguaje jurídico es, desde luego, ejemplar. Hay que tener además en cuenta que lo que después llegó a llamarse leyes en la Física nace desde luego, en primer lugar, en las leyes legales, en las jurídicas, y sólo por imitación de ellas se aplica al supuesto campo objetivo o no personal de la Física. Lo que sucede ante todo en el lenguaje jurídico, y sobre todo en la formulación de las leyes u otras disposiciones, es que lo que tendrían que ser propiamente formulaciones modales, imperativos destinados a la acción por medio del oyente en el campo y momento en que los imperativos se le lanzan, pasan a convertirse en formulaciones donde esa condición modal, por generalización a «cualquier oyente , a «todo el que leyere» y para cualquier momento en que la situación formulada se produzca, queda disimulada y con ello se crea un campo eventual o futuro en que las cosas suceden así una y otra vez y deben una y otra vez ajustarse a los mismos imperativos. Con esto se consigue de la manera más clara por primera vez en los lenguajes de dominio que el Futuro quede configurado como realidad (en gramática he estudiado como el tiempo futuro de nuestras lenguas nace de una reinterpretación de Imperativos de predicciones futuras) y, con ello, queda constituido el Tiempo mismo como un espacio que es justamente lo que la Física va a necesitar como ámbito (un cronotopo que dicen algunos, un tiempo reducido a dimensión) en el que los procesos se produzcan, se realice esa maravilla de un cuerpo en movimiento, que es el problema central de toda Física, y se puedan formular leyes a su vez sobre el desarrollo de esos procesos. Pero eso, antes que darse para el átomo, se ha dado para mí, en cuanto constituido como persona no sólo real sino como persona jurídica, es decir, capaz de ser objeto de formulaciones relativamente objetivas de un lenguaje que ya no usa directamente Imperativos lanzados sobre mí en este campo en que se habla sino referidas a mí como ente abstracto, es decir, real.

P. ¿Podría decirse entonces que las leyes científicas no descubren otra cosa que lo que las leyes jurídicas han constituido, en otras palabras, que toda Ciencia es Ciencia del Estado?

R. Antes de eso hay que recordar que la labor de la Ciencia no es cosa tan inocente como un descubrir (eso en el mejor de los casos podría decirse de una Gramática o un Psicoanálisis) sino constituir positivamente, en el sentido que antes decíamos que la Realidad se constituye por identificación entre los entes y relaciones ideales con los presentes o fluyentes pero desde luego lo que sugería es que la operación de la Ciencia con los entes pretendidamente objetivos está precedida por y fundada en la operación de la Ley jurídica sobre los Individuos constituidos como elementos del conjunto de súbditos de, por ejemplo, un Estado y que es a operación, en el caso de la Física, como en el de 1 a Ley, tiene su primer fundamento en el establecimiento de un Tiempo ideal (es decir, espacial), que se consigue por reducción a formulaciones pretendidamente objetivas (las jurídicas están en una condición ejemplarmente intermedia) de lo que en principio serian formulaciones directamente accionales como Imperativos.

En cuanto a la Historia -un lenguaje que se ha pasado todo el tiempo que llevamos de historia tratando de aproximarse cada vez más a ser un lenguaje primero imparcial y objetivo y, en definitiva, científico y capaz de hacer sus pinitos como la Física con el uso de los números- es algo que nace también como instrumento destinado a la ideación del tiempo, a la conversión del decurso bruto de las vidas, siempre peligroso de imprevisiones y sorpresas, de escapar a los ojos de Dios, en un ámbito dado de antemano y visible como un espacio cualquiera para esos ojos. Pero esa conversión tiene que hacerse primero respecto a lo que se llama Futuro, porque no hay ningún tiempo ideado anterior a la creación del Futuro (y así uno de los arranques de la Historia está en el lenguaje de los profetas de Israel), y su dedicación posterior a lo pasado viene así a servir como una especie de complemento de la labor de ideación del tiempo: pues si realmente ha habido otras épocas, es decir, si otras épocas forman parte de la Realidad, entonces está asegurado que habrá igualmente otras épocas igualmente reales y que así, entre las unas y las otras, desaparecerá este momento en que se está hablando de las unas o de las otras como momento inasible y vivo reducido a ser también una época, la época presente. Para esto sirve principalmente la Historia y pienso que sus relaciones, por un lado con el caso del lenguaje jurídico y, por el otro, con el lenguaje científico al que la Historia en su progreso continuamente aspira, quedan bastante claras.

P. Los nuevos conceptos que van componiendo renovados instrumentales teóricos para contar la Historia, por ejemplo, los de Foucault, que critica las viejas nociones de tradición, espíritu, influencia o continuidad en base a la creación de otro andamiaje conceptual de discontinuidades, series, umbrales o transformaciones, ¿en qué medida aportan mayor veridicidad a la narración de la Historia?

R. No soy muy conocedor de Historia y formas de Historia, pero sospecho que las sucesivas criticas respecto a las formas anteriores de hacerlas (que empiezan desde el momento del comienzo mismo de la Historia escrita, cuando Tucídices se dedica a criticar las formas de los cronistas anteriores, o incluso antes, cuando la Historia en prosa surge como una creación de las anteriores versiones míticas) sigue n un poco el mismo esquema de las sucesivas correcciones de las formas o teorías de la Física a que antes aludíamos. Se trata de la renovación del artilugio explicativo promovida por el descubrimiento de fallos o por la insatisfacción con las explicaciones anteriores, y ello, por supuesto, en su momento negativo no puede menos que apreciarse como una revelación de la perpetua imposibilidad de la explicación histórica, aunque luego la nueva crítica venga a dar a nuevas formas de hacer Historia, pero así como en la Física el problema central es el de «un cuerpo en movimiento», así sospecho que en las cuestiones históricas también lo que juega es una insatisfacción de la noción de causa. Como una Historia parte necesariamente de ciertas creencias o presupuestos respecto a la entidad de las instituciones y a la del individuo mismo, y como los propios avatares de la historia ponen de relieve la falta de fundamento de aquello que en un estadio anterior se presentaba como eterno y seguro (por ejemplo la entidad de «Atenas» o la de «la voluntad del monarca» o, en definitiva, la de «la voluntad de los individuos» componentes de pueblos o ejércitos en el progreso democrático de la Historia), esas insuficiencias o fallos de las concepciones de relaciones causales para los hechos que sobre ellas estaban fundadas dan lugar a nuevos intentos de renovar la explicación causal, aunque sea a costa de cambiar la creencia en la entidad de las instituciones o individuos, pero lo curioso es que estos cambios de la Historia en el plano de la explicación de los hechos parecen corresponderse bastante fielmente con los cambios en la Realidad misma, es decir, en las nociones y relaciones causales que entre la gente misma rigen y se desarrollan según los propios acontecimientos de la historia.

P. Parece que hay aquí una invitación, como tantas otras veces, a buscar con el lenguaje los fallos y las insuficiencias e imperfecciones de todos los saberes y discursos establecidos (desde el histórico o el periodístico a los científicos) ¿Es esa utilización negativa del lenguaje el intento más honesto que acaso se pueda llevar a cabo en el campo del saber?

R. Puede que haya en todo esto una invitación al descubrimiento en el sentido que dices, valga para lo que valga, pero desde luego no puede negarse que hay una cierta confianza, o falta de desconfianza, en el lenguaje mismo: se confía seguramente en que el lenguaje, que por un lado sirve para el mantenimiento del Poder constituido no sólo como Estado, por ejemplo, sino también como Individuo real que tiene que hacerse una idea de su vida y que, por tanto, viene a producir con las Leyes o con la Ciencia o con la Historia una construcción de la Realidad, ese mismo lenguaje, por otra parte, se distingue de esas y las demás instituciones por ser algo no impuesto desde arriba sino, como suele decirse, materno (esto es, no paterno) y verdaderamente popular: es la razón común que se dice en el libro de Heraclito y de ella, que constituye ciertamente la Realidad precisamente en cuanto el lenguaje se convierte en ideas privadas y saberes manejables desde arriba, se puede confiar también en que esté constantemente volviéndose sobre su propia construcción de la Realidad y, en cuanto razón común y popular, que no tiene que servir a los intereses de nadie, llegue a dar no en la formulación de una verdad más, pero si acaso en ese descubrimiento de la falsedad de las ideas recibidas que es tal vez la forma de verdad que a los mortales, no en cuanto individuos, sino en cuanto pueblo les corresponde.

P. Por ahondar algo más en la incidencia que los modos de decir puedan tener sobre los modos de ser; en la manera que tiene el lenguaje de construir la Realidad, ¿podría llegar a decirse que hay, por ejemplo, un mundo chino, otro vasco y otro románico, a partir de las radicales diferencias entre la escritura ideo-gramática, el euskera y las lenguas romances?

R. Me preguntas por la cuestión de los idiomas, de las lenguas particulares, de las cuales, ya desde hace mucho tiempo, sobre todo con los estudios de Benjamin Whorf sobre lenguas indígenas americanas, se ha venido viendo hasta qué punto pueden configurar lo que se llama una cultura y todo un modo de ser de un pueblo, y de hasta qué punto un idioma puede servir como configurador de una entidad política tenemos buen testimonio en las contiendas actuales en que las identidades de naciones o Estados tratan de fundarse en una previa noción de un pueblo que, en definitiva, no tiene más apoyo que la peculiaridad de su lengua.

Sucede con los idiomas lo mismo que con el habla personal de cada uno, que es efectivamente un indicio y constituyente de su ser propio: es, por volver a la formulación heraclitana, la idié phrónésis o pensamiento idiomático o privado, que se opone al logos xynós o razón común. Es por tanto imposible no reconocer la fuerza que tiene no el lenguaje sino un lenguaje particular, un idioma en la constitución así de los individuos como de las entidades políticas, naciones y Estados, pero aquí es importante hacer notar lo que la lingüística cada vez ha ido descubriendo con mayor claridad, a saber, que las lenguas son diferentes (esto es lo que se da desde la torre de Babel hasta cualquier Pentecostés que se le oponga), pero que, en segundo lugar, se parecen entre si y, en tercero, se parecen entre si mas unas que otras; esto último es lo que promueve la explicación de la lingüística histórica (herencias, influencias entre lenguas); pero lo segundo, la constatación de que las lenguas se parecen, puede alcanzar una formulación bien precisa (la que estos anos se persigue por medio del estudio de los universales lingüísticos y de los intentos de una Gramática General), a saber, que hay rasgos o condiciones comunes a todas las lenguas habidas y por haber y que no están producidos por condiciones supuestamente naturales, sino que consisten en una ver a era comunidad política: esos rasgos comunes de cualquier lengua vienen a ser como una gramática común, la que (y éste es uno de los puntos en que más hay que alabar la clarividencia de Chomsky) puede o debe concebirse como un aparato gramatical innato que cualquier niño trae a este mundo y que es justamente el que posibilita, sobre esa trama general, el aprendizaje de un idioma cualquiera. Así que lo más interesante de la diversidad de las lenguas no es aquello en que los políticos y patriotas se apoyan para hacerlas sustento de una cultura y de una entidad propia, sino justamente lo contrario: aquello que, a través del estudio de esa diversidad, se revela como común y ajeno por tanto a todas las entidades políticas, culturales y personales.

* Entrevista de Enmanuel Lizcano y J.A. González Sainz. Extraído de la revista Archipiélago nº 1 «El poder del discurso», 2ª edición, Barcelona 1991.

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Entrevista con A. G. Calvo. Un recordatorio de la «Escuela de Lingüística, Lógica y Artes del Lenguaje».

Entrevista con Miguel Angel de Rus en Radio Exterior, \"Sexto Continente\"

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DE COMO EL LENGUAJE NO PUEDE SER MACHISTA NI PATRIARCAL

La raíz de las confusiones que hacen a veces atribuir al lenguaje condiciones de ‘machista’ o ‘patriarcal’ está seguramente en que se toman por ‘lenguaje’ algunos hechos del vocabulario, de las palabras con significado.

Esa equivocación es bastante comprensible: porque es condición del aparato gramatical de las lenguas que los hablantes no sepan conscientemente lo que hacen cuando construyen sus frases ni cómo están en su lengua ordenados los elementos y las reglas, en suma, que conscientemente desconozcan la gramática y la parte mayor y más importante de la lengua que hablan, mientras que el vocabulario semántico es de ese aparato la parte más superficial, la más cercana a conciencia (y a voluntad por tanto) según se dibuja en el esquema que aquí presento; y así sucede que, cuando la gente alguna vez toma conciencia de su lengua o se fija en algo de ella, eso apenas podrán ser más que algunas zonas llamativas del vocabulario; de manera que, si le da por ponerse a hablar acerca de lenguaje, se creerá que ‘lenguaje’ son esos pocos hechos de vocabulario que le han llamado la atención.

Tan superficial es el vocabulario semántico {en comparación con todo lo más y más profundo, sumido en “subconsciencia técnica”, de la gramática de una lengua) que casi propiamente deja ya de ser lenguaje para pasar a ser cultura, según en el mismo esquema se señala; eso por no hablar de los Nombres Propios, que ya ni siquiera pertenecen propiamente a una lengua, sino más bien a ciertos ámbitos sociales o culturales: un diccionario (vocabulario semántico) y junto a él una enciclopedia (Hombres Propios) son una buena representación de la Cultura.

Pero la lengua, en todo lo más y más maravilloso de su ingeniería subconsciente, en sus elementos y reglas fonémicas, prosódicas, sintácticas, en su gramática, en suma, no es cultura, sino que está por debajo de todas las culturas y así pasa, normalmente, desconocida para las personas, que la manejan, con consumada sabiduría técnica, para instrumento  de sus  relaciones y  actividades

Ahora bien, la Cultura, que es de arriba, del nivel consciente y voluntario, y que por tanto se presta a cualesquiera manejos por parte de los Individuos y de las Organizaciones de Individuos y, en último término, del Capital y del Estado, no puede menos de ser patriarcal y masculina: porque no hay otra Sociedad Histórica que la patriarcal, la fundada en el dominio y sumisión de las mujeres, y a partir de ahí, en la sustitución de la riqueza por dinero, de los sentimientos por ideas, y en la formación de los niños y niñas para su ajuste al mismo esquema social y personal; de manera que masculina y patriarcal será la Cultura, por todas partes, más o menos, y más cuanto más, con el progreso de Estado y Capital, viene a ser la Cultura un arma primordial para el Dominio.

Pero el lenguaje está por debajo de todo eso, y así como los Individuos y las Autoridades, y el Estado y Capital, desconocen la maquinaria gramatical de su lenguaje, así no pueden manejarla para sus fines ni imprimir en ella, sus ideas. Sólo a las zonas más superficiales, las del vocabulario y sobre todo la de los Nombres Propios, adonde puede llegar la conciencia, puede llegar también la manipulación y las intenciones de Personas, Empresas o Gobiernos.

Nada tiene pues de particular que puedan en algunas zonas muy superficiales del vocabulario, y sobre todo en el uso de Nombres Propios, observarse indicios que reflejen la cultura masculina y el dominio de los señores.

Ante todo, con los Nombres Propios: el que los ejecutivos sean normalmente Martínez o Miranda o el señor Martínez y el señor Miranda (en determinadas circunscripciones, también don Felipe o don Abelardo) y haya que llegar a los rangos más bajos de la escala para que aparezca acaso Manolo o el señor Pedro, mientras que normalmente las ejecutivas sean Conchita o Vanesa o la señorita Conchita y la señorita Vanesa (incluso para casadas: pues aquí hay un conflicto para el uso de ‘señora’ con apellido  paterno o marital, que nuestra Cultura no ha resuelto, y desde luego la señora Amparo no puede ser una ejecutiva más que en todo caso del rango ínfimo de las fregatrices), todo ello refleja fielmente algunos rasgos de la organización social o cultural; pero qué poquito tiene que ver todo ello con el lenguaje.

Puede incluso que en la formación de nombres, por ejemplo, de profesión u oficio se refleje algo de la estructura del Dominio; aunque, por cierto, yo no sé en este momento si es más machista y patriarcal el que las mujeres se hagan médicos, notarios y soldados o el que se hagan médicas, notarías y soldadas: ya verán ustedes el lindo lío en que se meten si se empeñan en cavilar sobre tal dilema (dejando aparte la cuestión de si sería menos desgraciado el ferrocarril en caso de que se ocuparan de él Ingenieras de Caminos y Ministras de Transportes).

Ya en el vocabulario de nombres comunes o de verbos hay que andarse con más cuidado: pues es cierto que las cosas muy buenas suelen ser cojonudas, pero también pueden ser de teta, y ¿qué diremos de los casos en que llegan a ser de puta madre?; y en cuanto a las cosas muy malas, son a veces ciertamente una putada (que sean un coñazo hay que examinarlo con más tiento: pues la relación de coñazo con coño es seguramente más complicada de lo que algunos creen), pero son también otras veces una pichada, pijada o pijotería, y ¿qué debemos pensar de eso de que el anticuado adjetivo gilí se haya remozado en nuestros días en la forma de gilipollas? Ya se ve que hasta en estas zonas superficiales el lenguaje tiende a ser equitativo para con ambos sexos de sus hablantes.

Y si intentamos penetrar un poco más hondo en la gramática de la lengua … ahí nos perdemos ya del todo. Ni siquiera algo relativamente superficial como la regla de concordancia de Géneros gramaticales, en las lenguas que lo conocen (pues no es ni mucho menos común que las lenguas tengan establecida una clasificación por Género del tipo de nuestro Masculino/Femenino, sin que observe yo correspondencia alguna entre las que la tienen y las que no con lo más o menos patriarcal de las culturas respectivas; al inglés mismo no se le presenta tal problema de concordancia, y no vamos por ello a deducir que la Sociedad de los EEUU sea menos patriarcal que la italiana, por ejemplo), ni siquiera eso de que haya que concordar «Los pozos y las pozas estaban todos secos» o que, en el campo empráctico, en una asamblea de 299 señoras y de un señor esté la oradora de turno obligada a manifestar «Estamos aquí reunidos casi todos los Diputados» nos lleva muy lejos en cuanto a las relaciones entre la gramática y la Sociedad, como no sea que decidamos, porque queremos, que es un caso de machismo el que en la oposición de Género ‘Masculino/Femenino’ sea ‘Masculino’ el término no-marcado y, por consiguiente, cuando tiene que abolirse la oposición, como en las concordancias citadas, sea el término no-marcado el que aparezca como representante de la oposición neutralizada. ¿Tanto poder y predominio es el llevar la marca `o´ en los nombres de uno y los adjetivos que se le atribuyan?

Y, en fin, si intentamos pasar todavía a más hondos artilugios y secretos de la maquinaria gramatical, queda sin más desvanecida toda aquella ilusión que quería encontrar en el lenguaje rasgos de ‘machismo’ o ‘dominación’ que sólo a la Sociedad y a su Cultura pertenecen.

El lenguaje hablado y común (no la escritura y las jergas cultas, burocráticas o filosóficas, que son ya Cultura) es lo mismo, en gloriosa indiferencia, de las mujeres que de los hombres (hasta puede ser, si se descuida, más bien maternal que paternal), de los niños que de los viejos, de los ministros o ministras que de los basureros o basureras: porque, sencillamente, no es de nadie; es decir que es del pueblo, con tal de que ‘pueblo’ no sea nadie, y es la sola cosa verdaderamente popular y que escapa, por debajo, a tas armazones históricas del Dominio. Pueblo es cualquiera que, sin tener Nombre Propio alguno, dice «Yo, me, mí, conmigo», porque, como ‘YO’ es cualquiera, ‘YO’ no es nadie. Cualquiera tiene derecho a decir «Yo, me, mí, conmigo», y no he oído de ninguna lengua en que hombres y mujeres, por ejemplo, no puedan usar el mismo índice de Primera Persona los unos y las otras.

Es de primera importancia política acabar de una vez con esta confusión entre la Cultura, que es desde el comienzo de la Historia patriarcal y de los Señores, y el lenguaje, que es popular, o sea que no es de ningún Individuo ni Señor ni Cultura Nacional ninguna. Pues, al confundir y achacar al lenguaje rasgos de ‘patriarcal’ o ‘masculino’, lo que están haciendo los rebeldes de acá abajo, las rebeldes contra el Dominio, es querer entregarles a los Señores el lenguaje común y popular, donde justamente tenían su aliento verdadero para la rebelión el pueblo y las mujeres.

A.G.C.

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LOS SINTAGMAS PROHIBIDOS NOS AMO, ME AMAMOS

NOS AMO, ME AMAMOS

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UN PAR DE SONETOS NACIDOS DE LA SOLA FUERZA DEL ESQUEMA Y DE SUS RIMAS

 

X

No te quejes, Manuel, de que no encuentras
lo que buscabas con tan gran ahinco:
no sabe ley tu brújula en su brinco,
y más te pierdes cuanto más te centras.

Sigue, a ver dónde vas, y sigue, mientras,
la ley de «Aquí te pillo, aquí te trinco».
¿Cuántos números hay que no son cinco?
Pues así tú, si en el sin fin te adentras:

Un sin fin menos uno, si es que quieres
ser uno tú, serán los que no eres.
Pero, ¿quién te mandó, Manuel, ser uno?:

Descubre la falsía de tus redes,
que no eras ni todos ni ninguno,
y encontrarás lo que buscar no puedes.

Y

¡Cuantas cosas tendría que deciros
si supiera quién hay tras la puerta,
si pudiera cazar lo que despierta
cada vez que se duermen mis suspiros!

Pero ya no me queda, entre los giros
del laberinto de esta vida muerta
más que un polvillo de memoria incierta,
que no sé si en un soplo trasmitiros.

Puede que alguno de vosotros sienta,
al oír mi murmullo, que esa cuenta
ya la ha sentido él sonar antaño,

y tal vez es verdad: yo aquí en la boca
siento que lo más mío me es extraño
y que en mí la razón se vuelve loca.

Y.M.A.C.Y.O.J/A.G.C./ p. 126-

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